Probablemente, muchos de mis lectores latinoamericanos
habrán visto por youtube al fantástico trío de huevos que se dedican a grabar
un comercial de brandy mientras comparten algunos vasos del fino brebaje. Los
huevos son poetas, están inexplicablemente vestidos con atuendos renacentistas
y parecen serios y elegantes. Durante la primera escena, los tres toman la
palabra por orden. El primer huevo comienza presentando el aguardiente: “Brandy huevo totote, el brandy para
paladares esquisitos, solo para huevos verdaderamente conocedores”. El segundo continúa:
“Brandy huevo totote está elaborado
con las más finas uvas, cosechadas cuidadosamente”. Y el tercer huevo finaliza añadiendo:
“Además, Brandy huevo totote rifa un
auto último modelo cada mes. Salud”. Lo que ocurre en las escenas que siguen a
esta primera intervención es evidente: tras cada “toma” (de la película y de brandy)
los huevos aparecen cada vez más borrachos, de modo que para la última escena
la loa al aguardiente ha degenerado en chistes obscenos, declaraciones de amor,
gritos sobre la mesa y finalmente balbuceos en el suelo.
Entre ambos extremos—el de la sobriedad y el de la borrachera
total—el punto medio parece ser el momento de mayor lucidez de los huevos
poetas, aquel en que hablan tanto sobre
la bebida como desde la bebida. Así,
en la segunda escena, el primer huevo, ya con la lengua algo trabada, confunde su
discurso: los paladares no son "esquisi-
tos” sino que son “psíquicos”. Son paladares que piensan. Claro que para ese momento los huevos no tienen ningún interés en elaborar la idea que acaba de surgir de su equivocación y se dedican a tomar alegremente. Su paladar ya está lejos del “psiquismo” inicial y reconocen que en realidad el brandy solo tiene “químicos y saborizantes”. “¡Está adulterado!”, grita un huevo con entusiasmo antes de que todos propongan un nuevo salud.
tos” sino que son “psíquicos”. Son paladares que piensan. Claro que para ese momento los huevos no tienen ningún interés en elaborar la idea que acaba de surgir de su equivocación y se dedican a tomar alegremente. Su paladar ya está lejos del “psiquismo” inicial y reconocen que en realidad el brandy solo tiene “químicos y saborizantes”. “¡Está adulterado!”, grita un huevo con entusiasmo antes de que todos propongan un nuevo salud.
Sin
embargo, y al margen de la parodia inicial que los huevos hacen del degustador
especializado,
la idea de un “paladar psíquico” sirve para redimir a los “huevos conocedores”
de las acusaciones de snobismo y cursilería. El paladar psíquico piensa:
analiza, separa, distingue. No se emborracha. Distingue los frutos rojos de la madera, las
especias de la vainilla, lo temperamental de lo estructurado. Se detiene a cada
trago. La gran variedad de descriptores de la bebida surge a partir de las
necesidades de dichos paladares “psíquicos”, para los cuales existe un saber de
los sentidos que puede educarse y perfeccionarse.
Frente
a la difícil tarea de educar los sentidos, el paladar psíquico recurre al lenguaje.
La metáfora le sirve para delimitar
distintas áreas de la percepción, para ponerles nombre, para hacer comunicable
lo percibido. Es por eso que del paladar psíquico al paladar “totote” pareciera haber un
paso tan pequeño: porque los borrachos, como los poetas y los buenos
degustadores, tienen una capacidad especial para vincular distintas áreas de la
percepción. Solo por eso los huevos poetas están ebrios siempre.
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