“Toda pasión, en efecto, linda con el caos (…)
la pasión de coleccionar un orden no es sino un juego de equilibrio por encima del abismo”
la pasión de coleccionar un orden no es sino un juego de equilibrio por encima del abismo”
Walter Benjamin,
“Desembalo mi biblioteca”
En su ensayo Bibliotecas
llenas de fantasmas, Jacques Bonnet define al “fantasma” (en francés, fantôme) como aquel “papel o cartón que se pone en el
lugar de un libro retirado de un estante de biblioteca, de un documento que ha
sido prestado”. Un papel o cartón que, más allá de su función de registro o inventario
(qué libro falta, qué lector lo tiene en las manos y desde cuándo) muestra la presencia de una ausencia, la vida y circulación
subrepticia de lo que parece quieto y frío (los libros y el polvo) y, en la
biblioteca privada, un recuerdo de nuestros propios fantasmas circulando los
textos: los años en que los compramos, las personas vinculadas a ellos, las
cicatrices que algunos nos dejaron o el volumen que tenemos la intención de visitar
a continuación. El fantasma (fantôme)
considera así la presencia de un mapa invisible que une indisolublemente a la
biblioteca y a su propietario, vinculando fechas, lugares, personas, afectos,
edades o ánimos, constituyéndose como una forma alternativa de autobiografía
que solo puede descifrar su poseedor. Una de las huellas invisibles de este
mapa o historia “fantasmática” es, sin duda, el orden de los libros en los
anaqueles, con el que todos los bibliófilos parecen estar obsesionados de común
acuerdo. “¿La biblioteca debe ordenarse alfabéticamente, por géneros,
por idioma, cronológicamente o, por qué no, como Warburg, siguiendo una
invisible red de afinidades desconocida para todos salvo para el interesado?”,
escribe Bonnet, y yo creo acordarme de algunas posibilidades más interesantes,
tal vez leídas en La casa de papel de
Carlos María Domínguez (que no tengo a la mano), como, por ejemplo, ordenar los
libros por autores afines, y separar a aquellos que habrían reñido, o ordenar
los libros por temas específicos y raros que vinculen un campo semántico en el “mapa”
de la biblioteca, como libros sobre olores, libros sobre subterráneos,
libros sobre decepciones o libros sobre libros.
Una cava es muy parecida a una biblioteca, al menos en
lo que respecta a las posibilidades del orden y del coleccionismo. A las
tradicionales disposiciones según país, cepa, valle, año o incluso (el más
aburrido) alfabético pienso en otros ordenamientos alternativos: Vinos que se
avienen más. Vinos que ya nos hemos tomado y volveríamos a probar, vinos que aún
no hemos tomado y vinos que llevamos años guardando. Vinos por descriptores ultra
específicos o indeterminados, como vinos agudos o vinos nítidos. Vinos por el
color o carácter de su etiqueta. Vinos considerando la circunstancia en que aparece
adecuado tomarlos: vinos para noches de lluvia y chimenea, vinos para
conversarlos con gente petulante o desagradable, vinos para afrontar el
aburrimiento, vinos para acompañar la lectura.
La cava como un mapa de la experiencia y los sentidos se
comporta, con todo, de forma completamente diferente a una biblioteca. Mientras
el lector asiduo u ocioso, a la vista de los volúmenes, puede visitar solo
algunas páginas de un texto para volver a dejarlo en su lugar, la elección de
tomar un vino implica dejar, en la cava, un fantasma real: un ejemplar que, una
vez abierto, nunca podrá volver a su lugar ni ser probado nuevamente. Una
botella de vino es, literalmente, un futuro “fantasma” o un fantasma que
recuerda su ausencia futura, y cuya presencia frágil siempre se superpone a los
ejemplares (botellas) anteriores que la han sucedido en el tiempo. El libro nos
acoge a cada momento, y podemos volver a él aunque seamos distintos. La cava
es, en cambio, más exigente: pide de nosotros la capacidad de recordar sensitivamente, a fin de configurar un orden
que ya no esté solo en lo visible—como disposición de “fantasmas” superpuestos—pero,
primero y principalmente, en la memoria.