No todos los días acaban. El fin del día, cuando llega, se reconoce a partir del abultamiento, la confusión o la pesadez mental. La cabeza late con la mezcla de tanta cosa y pareciera perder, por sobreabundancia, toda lucidez, como ocurre para el miope que intenta desenvolverse, por un rato, sin anteojos.
Esos momentos se traducen en las ganas
ineludibles de soltar la cabeza, de fijar la atención en cosas simples, de
recuperar la concentración de las cosas sutiles.
No el sueño. Pero una buena conversación y una
copa de vino. Un compartir o el sorbo de una copa que explota en la cabeza
soltándola como a un pájaro enjaulado, vaciándola y volviéndole a decir. Porque
la mente y la boca se desenredan y se llenan de las sensaciones que le permiten
volver a fijar el pensamiento.
Claro que ese fin—el del día—no es nunca, ni
todavía, el momento de la escritura.
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