Ayer terminó el
concurso del mejor sommelier de las Américas, que tuvimos la suerte de
presenciar en Chile. Ganó merecidísima la argentina Paz Levinson, cuyo
desempeño--impresionante a ojos de una confesada novata--me dejó reflexionando,
por sobre todo después de que terminase de describir los tres vinos que cató a
ciegas.
Como algunos de mis
lectores sabrán, yo provengo de la literatura. En mi tesis de magíster, que
pude entregar hace poco más de un mes, trabajo con una linda categoría cuya
conceptualización se remonta a la antigüedad grecolatina, y específicamente, a
la poética y a la retórica aristotélicas. Su nombre es enargeia y se define como aquél efecto del
lenguaje (de las palabras escritas u oídas) mediante el cuál el discurso
aparece "ante los ojos" del lector u oyente, de modo que este, más
que estar escuchando o leyendo, pareciera estar observando lo que ha sido dicho.
Un autor latino que me gusta mucho, Quintiliano, lo ilustra de la siguiente manera:
Denuncio el asesinato de un hombre:
¿no deberé poner ante mis ojos todo lo que pudo haber ocurrido cuando el
asesinato sucedió? ¿No habría el asesino aparecido repentinamente? ¿No habría
acaso el otro temblado, llorado, suplicado o huido? ¿No debiese yo acaso
contemplar a uno golpeando, y al otro cayendo? ¿No debiesen la sangre, y la
palidez, y el último aliento de la víctima moribunda presentarse en su
totalidad ante la mirada de mi mente?
La aparición del
hecho que, pese a estar ausente, aparece como claramente presente para nuestros
sentidos, es sin lugar a dudas una de las cualidades maravillosas y misteriosas
del lenguaje, que es capaz de “presentizar” aquello que fue o podrá ser, o
aquello que solo es posible. Este efecto
del discurso, que solamente podían lograr los mejores poetas y oradores, era pensada por los antiguos como primordialmente ligado a la
vista, de modo de que lo dicho aparece como ocurriendo delante del lector/auditor.
Sin embargo, creo que el concepto de enargeia
(o un concepto nuevo que podríamos procurar inventar) se puede extender sin
problemas a todo el espectro sensorial. También al olfato, al gusto y al tacto,
a los que los griegos siempre se refirieron menos, a diferencia de la vista.
Eso pensé ayer
escuchando a Paz. Lejos de ceñirse formulaicamente a la “ficha” de descripción
organoléptica, la argentina describía al vino con frases largas, con ritmo,
encontrando expresión, vocabulario y apertura verbal para describir los colores, texturas, gusto y aromas de tal manera que cada una de sus frases se volvía contundentemente sugerente,
enormemente llamativa no solo a los ojos, sino a la nariz y a la boca. Sin
problemas lanzó, sucesivamente, frases no armadas, muy evocativas, propias de
aquellos que saben percibir y recordar de verdad, y que naturalmente llamaban
al auditor a imaginarse al vino en el paladar o en nariz, como una imposición singular y cierta.
El público, que sigue con expectación un concurso, está más ciego que el catador: es
solo oídos. No sabe realmente cuales son los vinos servidos, por lo que
solamente asiste a un discurso, a un espectáculo: a una fiesta verbal. Puede
aspirar a comparar los relatos de los contrincantes, ver las cercanías y las desavenencias,
pero a fin de cuentas lo que hace es asistir al lenguaje sensiblemente
levantado, cargado de sugestiones y sugerencias para la imaginación. Como un
recital de poesía encubierto y quizás apreciado con mayor reverencia.
Evidentemente, el relato de los tres contrincantes no fue presentado con la
misma elegancia, despliegue y apostura. Ahí—deformación profesional—me ganó
Levinson. Aunque hubiese estado absolutamente equivocada, su pericia y
creatividad en la palabra ya habrían hecho buena parte del resto.
EXCELENTE NOTA¡¡ A LA ALTURA DE PAZ LEVINSON¡¡
ResponderBorrarBuena altura
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