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lunes, 9 de febrero de 2015

LABERINTO

Posted by Unknown On 7:07 p.m.


Laberinto. Cenizas de Laberinto. Sauvignon Blanc, 2014.
"El trazo circular de los viñedos, simboliza totalidad, unidad y complejidad de los sabores que se expresan en el vino"



Cuando era chica, todos los veranos me empecinaba en hacer laberintos. La impronta de todos los que dibujé—largos y enormemente aburridos—era la siguiente: debía existir un camino cuya lógica fuere evidente para quién intentase desentrañarlo, pero que tenía que mostrarse, en un último momento, como incorrecta. El camino verdadero a la salida o al objetivo del laberinto era, por el contrario, abstruso y alambicado, y conllevaba, las más de las veces, que se transitaran casi todos sus corredores, en un orden contrario al sentido común. Obviamente, a mi familia la tarea de completarlos les resultaba altamente soporífera, lo que hizo que en casi todos los casos mis dibujos infantiles quedaran medio olvidados, a la espera de un jugador con paciencia de ajedrecista que cumpliera mi iluso sueño de verlos alguna vez recorridos con el lápiz o los dedos.

Cuando, algo más adelante, decidí perseverar en mis marañas a lápiz de color o a sello de agua, me pareció evidente que un buen laberinto no solo logra predecir los pasos de su caminante, sino que también plantear preguntas que este no sería capaz de hacerse. La lógica de la complejidad no estriba en encontrar un camino alternativo sino que en encontrar un camino distinto. Borges imaginaba, así, un laberinto que consta de una sola línea recta e indivisible, incesante, de modo que quién lo recorre no puede vislumbrar lo que pasa fuera de ella, o en el extremo infinito de su final.

Cuando aguzamos la percepción nos encontramos, a veces, en medio de un ondulado laberinto que consta de un solo centro e infinitos caminos, que llevan cada uno a un final divergente. Ese laberinto, el del que percibe o—mejor dicho—el del que nombra sus percepciones, es como el de Funes el Memorioso, cuya memoria infinita e incapacidad de olvido lo inhabilitaban para generalizar, haciendo de cada nota captada una insoportable singularidad:

No solo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).

A veces hay vinos que, sin ser los que más nos gustan, son sin embargo interesantes; como aquella película que no pudimos condenar del todo porque, al menos, dio para que después tuviéramos una buena conversación sobre ella. O porque nombrar lo que en ella pasaba, armar nuestro relato, a veces hizo que la experiencia de ver esa película mala, o mediocre, valiera la pena. Así circulamos por los laberintos de nuestros propias interpretaciones, que armamos nombrando sus recovecos y bifurcaciones, intentando decir lo que a Funes le era tan incómodo. Nuestros propios laberintos son, en cambio, las creaciones más bellas si hablamos de una película que nos gusta; un libro que nos gusta; un vino que nos gusta. Un laberinto recto e infinito, eterno como una infancia e incorrecto como la ruta más abstrusa, de la que nos gustaría no volver a salir.




domingo, 1 de febrero de 2015

VINO COLOR DEL MAR

Posted by Unknown On 7:39 a.m.




Hoy parto al litoral a aligerar la sangre y encumbrar el sueño, cosa que la mayoría de las veces no puedo lograr si no entro en contacto con el mar, que siempre templa, tranquiliza y de-vuelve. Pensé, por lo mismo, en que ameritaba reanudar el blog con una pequeña visita a Homero, y a una de sus tantas recurrencias poéticas que ha resultado un quebradero de cabeza para los estudiosos de su obra. Como estos recordarán, el caso es el siguiente: tanto en la Ilíada como en la Odisea, Homero se refiere varias veces al “mar vinoso” o al “mar color del vino” o de “negro vino” (αἴθοπα οἶνον), una atribución misteriosa que han intentado explicar distintos investigadores en todas las épocas.

La pregunta obvia era: ¿por qué Homero definió al mar como “color del vino”? ¿Cuál fue el fundamento de esa relación tan reiterada en sus grandes obras épicas? Considerando que esta es una de las referencias poéticas al vino más antiguas de las que se tenga noticia, resolver el asunto era francamente urgente.

Algunos especialistas aventuraron una primera respuesta simple. Según ellos, Homero atribuía al mar el color del vino, simplemente, porque el vino que bebían los griegos no era rojo, sino azul. Como indican Robert H. Writht y Robert E.D.Cattley, el agua con que los griegos frecuentemente mezclaban su vino era alcalina, lo que explicaría que el vino en la época (que estos mezclaban con 5/6 de agua) pudiese tornarse, consecuentemente, azulado.

Otros investigadores opinaron que era evidente que si Homero calificaba al mar como “vinoso” o “color del vino” es porque sufría de daltonismo, e incluso—como dice la tradición—de ceguera. Dicha hipótesis podía confirmarse fácilmente si se examinaban otras calificaciones frecuentemente utilizadas por el vate, como su descripción de la miel como color verde, o de las ovejas como color violeta.

Obviamente, argumentaron otros, las expresiones de Homero debían tener una explicación natural. Diversas revistas especializadas explicaron las particularísimas condiciones que habrían hecho que el mar Egeo presentara los tonos rojos o incluso violáceos que suscitaron los dichos del poeta. El dr. Rutherford-Dyer, por ejemplo, sugirió una explicación meteorológica, que implicaba que en ciertos meses del año el contenido de polvo en la atmósfera en el Egeo aporta al agua una tonalidad y textura muy cercana a la del vino.

Humanistas y otros académicos dieron una respuesta bastante más aburrida: el apelativo de “vinoso” o “color del vino” era simplemente utilizado por Homero como “recurso poético”, probablemente porque se ajustaba a las posibilidades del metro. Esto aún no daba, obviamente, respuesta a qué pudo ser ese “qué” semejante entre el mar y el vino que “vió” Homero. Las afirmaciones que apelan a ese lado de la respuesta son las mejores. Carlier (1999), por ejemplo, asevera que la comparación del agua al vino excede a las consideraciones meramente cromáticas: “El ‘mar vinoso’”, dice Carlier, “no se refiere, por supuesto, al ‘mar color de vino’—connotación casi surrealista—, sencillamente se trata del ‘mar espumoso’, que se espuma como el vino que se acaba de verter en una crátera”. Las connotaciones “surrealistas” del mar color vino son recobradas, en cambio, por Elbia Haydée (2011), quién, después de examinar todos los usos del adjetivo “vinoso” en la obra homérica, afirma que el epíteto adquiere en ella un tono de vigor, fuerza e intensidad, y puede traducirse como ‘rutilante, esplendente, chispeante, vivaz, pero también ‘color de fuego’, ‘ígneo’, e incluso ‘negro’; admitiendo también las acepciones de ‘radians, splendens, ardens’”. Como tal, el apelativo de “vinoso”—nos recuerda Haydée—no solo es aplicado por Homero al mar, pero también a la noche, a la nave, a la muerte, al sudor, y a la sangre que brota de una herida. En esa línea, el mar “color de vino” podría referirse al alta mar, o a las aguas profundas, en oposición al agua de la orilla.

Esta historia hiper conocida nos puede llevar a detenernos en algunas de las buenas cosas que provocan las palabras. La imposibilidad histórica de explicar la vinculación homérica, y las múltiples hipótesis que pueden desplegarse para darle respuesta, ya sea a modo de juego o de ejercicio, dan cuenta de cómo el lenguaje poético, indirecto, tensa las posibilidades asociativas de la mente, permitiéndonos re-pensar el modo en que pensamos, o, como diría Gregory Bateson, reflexionar sobre los fundamentos de nuestros propios pensamientos. El lenguaje nos limita hasta que logramos volvernos sobre él: así ocurre cuando alguien describe su copa de vino y dice que su superficie tiembla como una mariposa, o como las caderas de una mujer; o cuando aquél otro afirma que el color de su vino es como el mar; o que el aroma de su vino es como el mar; o incluso, que el sabor de su vino es como el mar. Al mismo tiempo, la metáfora y el símil nos muestran, en los mejores casos, una vinculación que, si bien percibimos como luminosa e incluso verdadera, no logramos aprehender del todo; una ‘imagen parecida’ que atrapa, pidiendo una explicación que enmarque su inexplicable belleza. La gran cantidad de interpretaciones que se han hecho del “mar vinoso” homérico es, así, elocuente del modo en que algunas metáforas logran situarnos ante algo absolutamente insondable, haciendo que la realidad se exprese desnuda y poderosa, enormemente misteriosa, inexplicable e indiscutiblemente bella.