Mira la botella, es
increíble como cabecea…
J.C.
Hace algunas semanas, en Chanchos
deslenguados, tuve la oportunidad de probar los vinos de Terroir sonoro de Viña
Inédita, un proyecto sureño—del valle del Itata—que ha sonado mucho debido a su
implementación de métodos que algunos podrían considerar de lo más “volados” o
“pachamámicos”: ponerle música a los vinos. Su enólogo, Juan José (¿o Pedro
Pablo?) Ledesma, divide el mosto de cada añada en dos porciones distintas:
mientras una parte del mismo se guarda en barricas a la usanza tradicional, al
otro se le aplican, también en barrica, dos temas que se repiten sucesivamente y sin pausa
durante 12 meses. Cada uno de los temas, compuestos especialmente para las distintas
variedades plantadas, pretende ser una “nota de cata sonora” de su vino, que
interprete las cualidades propias de su terroir, y cuya frecuencia sonora se
traspase al vino en guarda a partir de la resonancia de las barricas
especialmente estudiadas para ello. El resultado es un vino sometido a un
“terroir sonoro”, esto es, que considera la aplicación de música como una parte
fundante de la vinificación.
El degustador que se acerca a Terroir
sonoro no solo tiene la oportunidad de aguzar los sentidos para intentar
distinguir la sutil diferencia entre un vino y otro—el vino “silente” y su
correspondiente “sonoro”—, sino que se somete a otra experiencia que completa
el ciclo de la música. Para ello debe realizar dos ejercicios: en primer lugar,
prueba convencionalmente el vino que no ha sido vinificado acorde al “Terroir
sonoro”, y, en segundo lugar, se coloca audífonos para degustar el segundo vino
envuelto por la música que lo acompañó 12 meses en barrica. Hace, en suma,
despertar dentro del vino (y en sí mismo) aquella frecuencia que está en el
mismo origen de su primera guarda: hace al vino recordar. Para
el bebedor, la experiencia sinestésica de beber el vino con música genera un
maridaje que lo hace evaluar el vino en forma diferente, engañándolo respecto
de él o resaltando ciertas notas particulares, que lo envuelven con más
persistencia, como música en boca. Ledesma distingue bien entre el efecto
físico de la vibración en las barricas—el movimiento que produce la integración
incesante de las borras, derivando en vinos más “gordos” o con más cuerpo—y la
experiencia sinestésica del oyente/bebedor; más queda, sin embargo, la duda, o
la sensación, de que en dicho maridaje pasa algo que está más allá, algo que
tiene que ver con ese encuentro musical impreciso, entre el auditor/bebedor, el vino y la música
que recordara antes de nacer, incesantemente, como dentro del útero materno.
Hablo
de esta “rememoración” a propósito de los mismos nombres de los vinos “sonoros”
con los que cuenta el proyecto hasta ahora, que evidencian, en ambos casos,
un homenaje al escritor argentino Julio Cortázar: en primer lugar, “El cronopio”,
un Cabernet Sauvignon sureño y rebelde, y el segundo lugar un Malbec
precisamente titulado “El Perseguidor”. Según indica Ledesma, aún no había
pensado en los nombres de los vinos cuando compuso la música que los
acompañaría en barrica. Sin embargo, es probable que la referencia a Cortázar hubiese
estado antes allí, como una reverberación invisible, subyacente a estos límites
que se cruzan en sus vinos—de la música a la barrica, de la barrica al vino, de
la vibración del vino al oído del oyente, de la experiencia silente a la
experiencia sinestésica, de Alina a su Lejana en el puente nevado, de Oliveira
a el punto preciso y casual del encuentro, de Johny Carter al tiempo, a sus
urnas, o a su deseo perseguidor. De hecho, por deformación profesional y gusto
personal no pude dejar de llevar El perseguidor antes que El cronopio, quizás también porque el cuento
jazzístico, indagador y obsesivo me parecía definitivamente más cercano al
carácter del proyecto de Terroir sonoro (“Me parece que he querido nadar sin
agua”; “Era la seguridad, el encuentro, como en algunos
sueños, ¿no te parece?, cuando todo está resuelto, Lan y las chicas te esperan
con un pavo al horno, en el auto no atrapas ninguna luz roja, todo va dulce
como una bola de billar.”; “Esto lo estoy tocando mañana”).
Siguiendo a Julius, y sin un afán etéreo, no puedo evitar creer que la vibración, en este y en todos los casos, produce una cadena de correspondencias que siguen su curso o se duermen, invisibles, en el cuerpo vibrador, que llegado el momento preciso recuerda el movimiento secreto que lo persiguió originariamente. Así, por ejemplo, las personas (o los libros, o los vinos) que están en nuestra sintonía parecieran encender en nosotros un interruptor secreto, escondido quién sabe dónde, que delata algo que siempre estuvo allí: una inclinación, una frecuencia, una música que constituye la misma pasta de la que estamos hechos. El pulso de aquello que nos persigue, o que perseguimos.
Queda abierta para el lector la
tarea de hacer un maridaje aún más complejo: no solo reunir al vino y a su
música, sino también conseguirse en la librería más cercana el cuentito de
Cortázar para incluirlo como un tercer elemento, imprescindible, de la
combinación, acompañando su lectura con el vino y la música que lo envolvió por
primera vez. Solo entonces la persecución comienza. Las cuerdas vibran. La guitarra
vibra. Los tímpanos vibran. El oído sueña. Rasguea el lápiz. Suena el saxo. El
saxo recuerda. La escritura persigue. La escritura prosigue. El equipo se
enciende. Los parlantes suenan. La barrica vibra. El vino se mueve. Las borras
bailan. La lectura se encona. La botella cabecea.
Temas del Terroir sonoro: http://www.terroirsonoro.cl/#!musica/c14o2
*Fotografías de Juan José Ledesma