"El poeta más joven de Chile
está
cumpliendo cien años en estos momentos.
Abran quincha, abran cancha,
a su salud, una caña de vino Santa Rita
para iniciar las festividades,
a ver si se nos ocurre algo que valga
medianamente la pena
ante su tumba abierta de par en par. En serio
que me trague la tierra si miento.
Dicho sea de paso, le deseamos una larga vida,
¡salud!"
Don Nica escribió este salud en homenaje
al centenario del nacimiento de Vicente Huidobro, un 3 de septiembre de 1993. Un
salú socarrón, irónico y negro, y al mismo tiempo sincero en su encomio al autor
de Altazor. Pues claro, ni se lo tragó la tierra, ni aún Piñera pudo matarlo,
aunque lo intentase. Su alusión “mala leche” al vino Santa Rita--guardado al
fondo de la caña como, al fondo de la tumba, el mar --me retrotrajo a un
aspecto de su poética que me gustaría comentar muy brevemente aquí.
Mucho se ha hablado de la obra de Parra
como un regreso del lenguaje poético al “habla del pueblo”. “Los poetas se
cayeron del Olimpo”, esto es, dejaron de lado sus pretensiones de enarbolar el
lenguaje elitista de los iluminados, y se pusieron a vomitar ingeniosos
coloquialismos al más puro estilo chilensis. La vuelta al habla convertiría a
la antipoesía en una suerte de regreso a los “orígenes”, y a don Nicanor en un nuevo cofrade del pueblo, un alegre recopilador de nuestros registros
y prácticas culturales, cuya poesía es vista como una vuelta al mensaje "fácil" y comprensible por (entre otros) aquellos que se definen como orgullosos "no lectores" de poesía y que por eso mismo adoran la "antipoesía". Este entronamiento de Parra por razones que, las más de las veces, no dejan de ser clichés, es llevado a cabo muchas veces por quienes no entienden algo básico: que la antipoesía es, evidentemente, una forma de poesía. En cambio, mucho menos se habla de la influencia de
la tradición poética inglesa (por sobretodo isabelina) en su obra: Parra,
que era un gran lector de Shakespeare y sus contemporáneos, está lejos de
renunciar a las posibilidades que aporta la tradición “poética culta”, y la antipoesía comprende estas posibilidades. Pienso, por
sobretodo, en un procedimiento concreto que, desde John Donne, pasa a formar
parte de la indiscutible tradición inglesa y que Parra, a todas luces, recoge: la etopeya (“ethopoeia”), que los
rétores clásicos e isabelinos definían como el ejercicio de elaborar un
discurso poniéndose “en la voz del otro”, considerando la situación hipotética en
la que este se encuentra, sus interlocutores, su carácter y sus pasiones. Dicho
recurso de “enmascaramiento” permite al poeta emular el discurso de diferentes
personajes que hablan con vividez, y con un estilo apropiado a ellos mismos. El habla
cotidiana en Parra, puesta en la voz de los personajes que circulan por su
obra, no es solo habla, es una “retórica del habla”, si entendemos “retórica”
como aquél tipo de discurso orientado estratégicamente a producir ciertos efectos en el receptor.
Con esto no pretendo ser peyorativa,
pues—dicho sea de paso—me encanta la retórica, y también me encanta Parra. Ni siquiera creo preciso a volver instalar preguntas obvias (¿quién habla cuando habla el
pueblo, quién habla sobre el regreso a los orígenes, o bien, quién habla cuando
se habla?) Más bien me pregunto por el virtuosismo que requieren los disfraces, más aún cuando son disfraces de palabras, y qué es lo que ocurre cuando la voz original se escucha bajo máscaras deficientes, terminando con la ilusión y descubriendo el engaño. Parra, por suerte, tiene el bastante talento como para mezclar tradiciones y registros, creando máscaras perfectas y aún irónicas, como un genio anónimo que se viste con la voz de unos pocos personajes, y no como unos pocos personajes que pretenden vestirse como anónimos.