Dicen que los gatos tienen siete vidas, o, al
menos, buena suerte. Que si matas a un gato aparece el mismo gato en su lugar,
como en los dibujos animados. El clásico Gato en caja, compañero de las tardes
de parque y carrete, nos ofrece algo mejor: un vino en botella en caja. ¿Qué quiere decir esto? Fácil. Es un vino que
viene en caja, pero que originalmente fue un vino en botella. O bien, básicamente,
un vino de altísima calidad que, luego de una guarda de muchos años, fue
abierto para ser vertido dentro de la caja, sellado y lanzado al mercado. ¿Qué
otro vino encartonado podría competir con este Gato? Los vinos en caja,
obviamente, son inferiores en calidad respecto de un vino en botella en caja.
El gesto del dibujo de la botella en el cartón,
pese a parecer inocente (¿lo es?), genera no solo una reflexión sobre los
soportes que permiten el discurso del vino, sino una simpática parodia de su
representación. La imagen, claro está, no pretende ser creída por nadie: como
mucho, genera un desprestigio del propio vino de Gato—¿el vino de sus botella
es el mismo que el de sus cajas?—o de su inútil pretensión arribista de pintarlo
como otra cosa que la que es. El caso es que esto último es lo que hacen, de
una u otra manera, todas las etiquetas de vinos, cuya representación de la
bebida de Baco llama a la imaginación, promete y disfraza.
Quienes aún no han leído el Quijote no saben que
Cervantes no escribió la novela, sino que la transcribió a partir de un texto
hallado en un manuscrito de Cide Hamete Benengeli, historiador musulmán que
recoge la conocida historia del héroe como también las narraciones intercaladas
que, a modo de muñecas chinas, se interponen en el relato modalizando la
enunciación. Una historia dentro de la otra permite siempre el juego y el
engaño. Por suerte, solo el “vino en botella en caja” hace impúdicamente explícito
este gesto de siempre.