Ayer en la mañana leía en un texto de Debora Shuger que entender la relación entre
una obra literaria y su contexto histórico es como comprender la relación entre
una torta y los ingredientes que se ocuparon para prepararla. Si no somos expertos
en repostería (como yo) y no tenemos la receta a mano, es complejo que podamos
adivinar con exactitud sus componentes y el procedimiento empleado para hacerla. Podemos
dárnolas de expertos, y mirar, oler y probar, pero qué va: con suerte, si la
torta es negra, vamos a poder achuntarle al chocolate, y
es probable que todo el resto sea ficción, y que la solución de la adivinanza
sea, como siempre, un espejo de las limitadas categorías con que contamos para esbozar
una respuesta. Ahora bien, todos sabemos que hay degustadores y lectores
obsesivos que
efectivamente tienen el paladar y la paciencia para ir, como sabuesos, tras los
ingredientes de la torta. El sabueso investiga y trata de minimizar el error,
felicitándose con la idea de que sabe perfectamente cuál es la torta que se
está comiendo, de que nunca van a engañarlo respecto de la verdadera calidad y
origen de sus componentes. La torta está más rica cuando se sabe de dónde
vienen sus ingredientes y se entiende todos los complejos pasos que se
siguieron para hacerla. Con esto no hablo solo de las relaciones entre literatura e historia, pero
también, obviamente, de vinos.
Por
ejemplo, imaginémonos a un coleccionista de tortas, que está pagando millones
para acceder a los ejemplares más sofisticados, caros y maravillosos del mundo
repostero. Nadie quisiera ser lo suficientemente imbécil como para pagar cuantiosas
sumas por un ejemplar preparado con sucedáneos, colorantes o mix vegetales. Por
lo mismo, el falsificador de tortas que quiera engañar a los mejores paladares
tendría que ser un chef sublime: ser un alquimista o un artista. La historia vinícola
de ese engaño es la que cuenta “Sour grapes”, un documental estrenado en 2016
que recomiendo si es que aún no lo han visto y del que no voy a escribir
aquí, para evitar los spoilers.
En
fin, estaban los ingredientes de la torta, y "Sour Grapes"—pero es
siempre un tercer elemento el que lo triangula todo, llevándola a una a
escribir. La última pieza del puzzle se me apareció hace unas horas. Estuve volviendo
a ver "Black Books", una serie cómica inglesa que hace algo más de un mes
una buena amiga, Tamara, me recomendó a propósito de mi gusto por los libros y
el vino. La
serie en cuestión está ambientada en una librería de segunda mano
ficticia, llamada precisamente Black Books (Libros negros), que habría estado
ubicada en Londres al lado de Russel square, cerquita de donde voy a estudiar a
diario. El protagonista es Bernard Black, el dueño de la librería, un tipo
huraño y desaliñado que parece querer todo menos que entren clientes a su local
y que se la pasa leyendo y tomando indiscriminadamente grandes volúmenes de vino tinto. Cuando
Tamara me recomendó la serie, me pidió, específicamente, que viera el tercer
episodio de la primera temporada, que trata específicamente sobre el vino y el
engaño. En él, Bernard y su ayudante Manny se equivocan y se toman el vino más
caro de la cava de un amigo al que le cuidaban la casa. Los dos no habían
logrado convenir, previamente, en qué era más rico, si un vino caro o un vino
antiguo, pero claro, sin casi detenerse en ello se bajan en unos minutos una de
las botellas más especiales de la colección, que sin duda cumplía con creces
ambas características. Cuando se dan cuenta del error, deciden con definitiva
sangre fría que la mejor solución es, sin lugar a dudas, falsificar el vino y
volver a poner la botella en su lugar. Bernard encara la tarea como un buen
Frankestein, dando nueva vida al líquido muerto con ayuda varias probetas y los
relámpagos de una oportuna tormenta eléctrica. Incluye en la botella abierta no
solo una buena cantidad de un vino barato, sino que—siguiendo la receta de la
etiqueta—también algunos ingredientes caseros para mejorarlo: unas gotas de
vainilla, especias y finalmente una ramita del un árbol del jardín para simular
las cualidades de la barrica francesa. Luego, él y Manny vuelven a depositar la
botella en la cava, no sin antes volver a cubrirla del polvo originario que la
cuidó por décadas, satisfechos y tranquilos frente a la obra de arte
concluida.
“Sour
grapes” es un título muy apropiado para un documental sobre fraude y vinos,
precisamente por la cualidad binaria de lo “ácido”: una buena acidez es un
rasgo que define a un buen vino y a su potencial de guarda,
pero al mismo tiempo, el descubrimiento del engaño hace que la “acidez” del
vino falsificado se vuelva agria, avinagrada. El engaño tiene que ver, buena parte de las veces, con el hecho de que efectivamente disfrutamos el producto falsificado, de que el vino falso está bueno, y de que esa rica acidez, al hacernos tontos, se vuelve agria, nos hace incapaces de disfrutar. La falsificación pone en evidencia esa incongruencia entre nuestra percepción y nuestra razón, y revela la poca racionalidad y acuciosidad de nuestros engañosos sentidos. Se preguntará el lector cuál de
los dos tipos de acidez es el que saborea el papa, en el momento en que se
detiene a probar el vino que Bernard y Manny han falsificado con tanta devoción. Por otra parte, pareciera que en literatura, asumimos a priori que los libros son "negros", que nos mienten, que nos engañan, y que mientras nos mientan o nos engañen bien, los aceptaremos saludablemente, sabremos disfrutarlos pese a estar en conocimiento de nuestra propia estupidez e ignorancia.
Es por eso mismo que las diversas, fraudulentas interpretaciones que propone el título de la comedia “Black books” son algo más difíciles y agradables de degustar. Podemos quedarnos con la idea de que el título denota solo el nombre de la librería o el apellido de su dueño, o ir más allá y pensar las sugeridas conexiones con el tinto(a) que Bernard se toma a grandes sorbos, los libros difíciles u obscuros, o el mercado negro de “tintos/as” falsificados. En fin, el documental y la comedia están buenísimos, a si que vaya a verlos, y lo mismo diría del libro, si es que se anima a aprender de retórica sacra en el renacimiento, y a reconocer que, al final, en tanto estos engaños dependen solamente de nuestra relación con un relato verosímil, todo esto se trata, simple y llanamente, de literatura.
Es por eso mismo que las diversas, fraudulentas interpretaciones que propone el título de la comedia “Black books” son algo más difíciles y agradables de degustar. Podemos quedarnos con la idea de que el título denota solo el nombre de la librería o el apellido de su dueño, o ir más allá y pensar las sugeridas conexiones con el tinto(a) que Bernard se toma a grandes sorbos, los libros difíciles u obscuros, o el mercado negro de “tintos/as” falsificados. En fin, el documental y la comedia están buenísimos, a si que vaya a verlos, y lo mismo diría del libro, si es que se anima a aprender de retórica sacra en el renacimiento, y a reconocer que, al final, en tanto estos engaños dependen solamente de nuestra relación con un relato verosímil, todo esto se trata, simple y llanamente, de literatura.