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lunes, 25 de mayo de 2015

EL PERSEGUIDOR

Posted by Unknown On 12:08 p.m.



Mira la botella, es increíble como cabecea…
J.C.

Hace algunas semanas, en Chanchos deslenguados, tuve la oportunidad de probar los vinos de Terroir sonoro de Viña Inédita, un proyecto sureño—del valle del Itata—que ha sonado mucho debido a su implementación de métodos que algunos podrían considerar de lo más “volados” o “pachamámicos”: ponerle música a los vinos. Su enólogo, Juan José (¿o Pedro Pablo?) Ledesma, divide el mosto de cada añada en dos porciones distintas: mientras una parte del mismo se guarda en barricas a la usanza tradicional, al otro se le aplican, también en barrica, dos temas  que se repiten sucesivamente y sin pausa durante 12 meses. Cada uno de los temas, compuestos especialmente para las distintas variedades plantadas, pretende ser una “nota de cata sonora” de su vino, que interprete las cualidades propias de su terroir, y cuya frecuencia sonora se traspase al vino en guarda a partir de la resonancia de las barricas especialmente estudiadas para ello. El resultado es un vino sometido a un “terroir sonoro”, esto es, que considera la aplicación de música como una parte fundante de la vinificación.

El degustador que se acerca a Terroir sonoro no solo tiene la oportunidad de aguzar los sentidos para intentar distinguir la sutil diferencia entre un vino y otro—el vino “silente” y su correspondiente “sonoro”—, sino que se somete a otra experiencia que completa el ciclo de la música. Para ello debe realizar dos ejercicios: en primer lugar, prueba convencionalmente el vino que no ha sido vinificado acorde al “Terroir sonoro”, y, en segundo lugar, se coloca audífonos para degustar el segundo vino envuelto por la música que lo acompañó 12 meses en barrica. Hace, en suma, despertar dentro del vino (y en sí mismo) aquella frecuencia que está en el mismo origen de su primera guarda: hace al vino recordar. Para el bebedor, la experiencia sinestésica de beber el vino con música genera un maridaje que lo hace evaluar el vino en forma diferente, engañándolo respecto de él o resaltando ciertas notas particulares, que lo envuelven con más persistencia, como música en boca. Ledesma distingue bien entre el efecto físico de la vibración en las barricas—el movimiento que produce la integración incesante de las borras, derivando en vinos más “gordos” o con más cuerpo—y la experiencia sinestésica del oyente/bebedor; más queda, sin embargo, la duda, o la sensación, de que en dicho maridaje pasa algo que está más allá, algo que tiene que ver con ese encuentro musical impreciso, entre el auditor/bebedor, el vino y la música que recordara antes de nacer, incesantemente, como dentro del útero materno.

Hablo de esta “rememoración” a propósito de los mismos nombres de los vinos “sonoros” con los que cuenta el proyecto hasta ahora, que evidencian, en ambos casos, un homenaje al escritor argentino Julio Cortázar: en primer lugar, “El cronopio”, un Cabernet Sauvignon sureño y rebelde, y el segundo lugar un Malbec precisamente titulado “El Perseguidor”. Según indica Ledesma, aún no había pensado en los nombres de los vinos cuando compuso la música que los acompañaría en barrica. Sin embargo, es probable que la referencia a Cortázar hubiese estado antes allí, como una reverberación invisible, subyacente a estos límites que se cruzan en sus vinos—de la música a la barrica, de la barrica al vino, de la vibración del vino al oído del oyente, de la experiencia silente a la experiencia sinestésica, de Alina a su Lejana en el puente nevado, de Oliveira a el punto preciso y casual del encuentro, de Johny Carter al tiempo, a sus urnas, o a su deseo perseguidor. De hecho, por deformación profesional y gusto personal no pude dejar de llevar El perseguidor antes que El cronopio, quizás también porque el cuento jazzístico, indagador y obsesivo me parecía definitivamente más cercano al carácter del proyecto de Terroir sonoro (“Me parece que he querido nadar sin agua”; “Era la seguridad, el encuentro, como en algunos sueños, ¿no te parece?, cuando todo está resuelto, Lan y las chicas te esperan con un pavo al horno, en el auto no atrapas ninguna luz roja, todo va dulce como una bola de billar.”; “Esto lo estoy tocando mañana”).

Siguiendo a Julius, y sin un afán etéreo, no puedo evitar creer que la vibración, en este y en todos los casos, produce una cadena de correspondencias que siguen su curso o se duermen, invisibles, en el cuerpo vibrador, que llegado el momento preciso recuerda el movimiento secreto que lo persiguió originariamente. Así, por ejemplo, las personas (o los libros, o los vinos) que están en nuestra sintonía parecieran encender en nosotros un interruptor secreto, escondido quién sabe dónde, que delata algo que siempre estuvo allí: una inclinación, una frecuencia, una música que constituye la misma pasta de la que estamos hechos. El pulso de aquello que nos persigue, o que perseguimos.

Queda abierta para el lector la tarea de hacer un maridaje aún más complejo: no solo reunir al vino y a su música, sino también conseguirse en la librería más cercana el cuentito de Cortázar para incluirlo como un tercer elemento, imprescindible, de la combinación, acompañando su lectura con el vino y la música que lo envolvió por primera vez. Solo entonces la persecución comienza. Las cuerdas vibran. La guitarra vibra. Los tímpanos vibran. El oído sueña. Rasguea el lápiz. Suena el saxo. El saxo recuerda. La escritura persigue. La escritura prosigue. El equipo se enciende. Los parlantes suenan. La barrica vibra. El vino se mueve. Las borras bailan. La lectura se encona. La botella cabecea.




Temas del Terroir sonoro: http://www.terroirsonoro.cl/#!musica/c14o2

*Fotografías de Juan José Ledesma

jueves, 14 de mayo de 2015

BOTELLA AL MAR

Posted by Unknown On 4:49 p.m.



El mar es un azar
¡Que tentación echar una botella al mar!

Mario Benedetti


El vino propone, en todas sus versiones, al menos dos viajes. El viaje más obvio es el del que lo bebe: del que viaja a la viña a descubrirlo, del que lo siente evolucionar una vez abierto, del que conversa al amparo de su botella. Pero también supone un viaje anterior: aquél que conlleva el proceso de transformación de la uva en vino, haciéndolo desembocar, como una nave oscura, entre las manos de su descorchador. La viña Odfjell, compenetrada con el oficio marino y mercante de su familia fundadora, plasma en sus etiquetas un tipo particular de viaje: el viaje naval. Todas ellas se relacionan, de cerca o más veladamente, con el barco, la gran estructura que logra surcar con salvaje elegancia a su mayor enemigo, el mar. El viaje del barco que navega no queda lejos del viaje de la uva que sufre la transformación que la verá trocada, maravillosamente, en vino. Así, por ejemplo, la línea “Armador” da cuenta, en primera instancia, de un hombre a la cabeza que piensa, con ingenio sistemático, una dirección: hacia dónde surcará el barco. La orza (“Orzada”) es la pieza que da estabilidad a la nave, en caso de que los vientos intenten descentrar su eje precario en la tormenta; y la línea “Babor” nos sigue dando cuenta de las partes del barco que, para el grumete, deben formar las líneas de su cuerpo durante la navegación. 

La línea “Capítulo” desvía nuestra atención a un aspecto distinto y, quizás, menos material del viaje. Su nombre alude a la bitácora que escribe el capitán durante la travesía, registrando día a día los avatares de la navegación. El vino que Odfjell tiene hasta ahora en esta línea, “Flying Fish” (un ensamblaje de Carignan, Cabernet Sauvignon y Malbec) conjuga el doble propósito o sugerencia de las etiquetas de Odfjell. Por una parte, refuerza la consistencia de los lineamientos de la viña (su producción de vinos de alta gama y en su gran mayoría tintos, orgánicos y biodinámicos), dando cuenta de un aspecto importante para el viaje del vino: la autoconsciencia de quien lo produce, que debe tener una línea de navegación clara y convincente a fin de llegar a puerto seguro. Al mismo tiempo, la etiqueta de "Capítulo" se separa ligeramente del resto de las de la viña, entregando una propuesta singular, que no alude ya a la férrea estructura del barco sino al momento desatado y tormentoso de la escritura, que registra lo raro y lo maravilloso del viaje, aquello que escapa a su seguimiento sistemático y que es simplemente digno de contarse:

“Un golpe llamó mi atención. Cuando llegué a la popa, lo encontré: el pez volador más grande e increíble que he visto en toda mi vida yacía en la cubierta con su cabeza apuntando hacia el sur. ¿Quién sabe qué habría sido de nuestro destino si no hubiéramos prestado atención a ese signo?”

El "viaje" del vino se monitorea siguiendo los vaticinios que aportan tanto el sol como el agua, cambiando el rumbo y los parajes marinos en caso de ser necesario, y consignado estas señales más ambiguas en el “capítulo” correspondiente de la agenda manuscrita. En esta línea, la bitácora que sigue, de cerca como una madre, el proceso de vitivinicultura (su “Capítulo”) es ingenua: no sabe que, sin lugar a dudas, algunas de sus páginas le serán, algún día, arrancadas para mandar un mensaje, como el recado desesperado que es depositado en la botella que sobrevive al naufragio. Esa botella, que encontramos como por casualidad a la orilla de la playa, y que abrimos curiosos de descifrar la oscura letra manuscrita al interior del papel desgranado, es el decir futuro que siempre será leído a medias, siempre evocativamente, siempre de lejos. La direccionalidad del barco (la bodega “gravitacional”, la casa del mosto) esconde siempre una historia y un naufragio que, por suerte, nos entregará vinos que siempre puedan leerse en forma distinta, como botellas flotantes y lanzadas mar abierto, esperando al bebedor que allá lejos, algún día, las descubra.